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La confianza, si es ciega, corre el peligro de darse de trompazos a diestro y siniestro.
Decidí, sin mediación divina alguna, dejar de torturar mi espíritu y ocupar mi tiempo en menesteres que no permitieran pensar; aunque me dejaría reservado un cortísimo espacio de tiempo a la queja absurda y al cabreo desmedido.
Para la perfecta consecución del párrafo anterior me insistí en salir a correr, en carrera tranquila y sanadora. No sería mala idea, si tenemos en cuenta que sería ejecutada junto al mar, por un paseo marítimo con palmeras en hilera, y que en una carrera contra el universo en la que sólo compito yo y que sólo me compete a mí, no quedaría más remedio que salir vencedora. Para ello, y buscando accesorios para tal evento, me vestí un conjunto de pantalón corto azul con rayas verticales blancas en los laterales, tres en concreto, y una camiseta ajustadísima, quitadora de respiración, azul con rayas verticales blancas en los laterales, tres de nuevo en concreto (y sigo sin dar publicidad a adidas). Cubrían dos de mis pies unos calcetines cortitos naranja a juego con la uve rara de igual color que iba bordada en el azul de las deportivas (y me mantengo en mis trece de no dar ahora publicidad a nike).
Como últimos complementos necesarios para tan magno acontecimiento en una mano llaves de casa, en la otra el reproductor emepetres, y alternando como un malabarista con el pulso perdido, también dinero por si mi carrera me llevaba a poblaciones tan lejanas que debería volver a casa en un taxi acondicionado como ambulancia con suero reparador incluido.
Con el firme convencimiento de ir bien bonita me sorprendí con una declaración de amor cuando me vi en el espejo del ascensor, lástima que una vez más me rechazara.
Comencé la carrera con tal gracilidad y exquisitez de movimientos que me iba piropeando a mí misma desde el subconsciente, que por definición y pena es el que no llega a ser consciente, hasta que por mediación divina -ahora sí- se levantó viento -de la siesta, supongo- a favor, con la consiguiente ayuda empujadora pero haciendo que mi largo pelo se disfrazara de antifaz e hiciera mi visión intermitente, con una molestia de tal calado que dispuse en sacarlo uno a uno ponerlo bajo una piedra para a la vuelta recuperarlo y proceder a su injerto. Y continué.
Tras tres cuatro cinco pasos comenzó un leve dolor en el músculo que contribuye al movimiento, al sexto paso no pasó el dolor sino que se acentuó, hasta tal extremo de agarrotado estaba el gemelo que decidí extraerlo y dejarlo reposar en un asiento con respaldo de madera de wengué que por allí encontré. Siete pasos di cuando lo siguiente oí:
- Mi estimada contenedora, de procederes sin sentido te tengo por tal, pero ¿no oiste la congoja tan brutal que han de soportar cuando a los gemelos a ti te da por separar?. Anda, sé benevolente y déjame junto a él o acércale a la equidistante pierna que yo le zurzo.
- No puedo querido gemelo -dije con la respiración tan entrecortada que casi ni articuladas salían las palabras- pues creéme si te digo que este grácil correr ya me es imposible detener.
- Pues si en esas estamos, yo gemelo de tu pierna izquierda te digo que mandaré tal cantidad de dolor a tu cerebro por mediación de un nervio insultón que no volverás a sentir pierna en la que yo esté. Di.
Paré en seco sin expresar asombro, le saqué amablemente con su beneplácito y le dejé junto a aquel que siete pasos atrás quedó.
Proseguí lo ya iniciado. El movimiento ahora, ya sin gemelos no era tan elegante, pues las piernas padecían de temblequetosis y costaba mantener el equilibrio en cada zancada ya que cada una seguí su propio rumbo.
Dedos hinchados fue lo siguiente. Como solución inicial intenté levantar brazos, manos en alto, para que el riego sanguíneo continuara con su circular alegre y aunque a bote pronto era gran solución no dejó de ser una antiestética visión ver a un bulto calvo con piernas incontroladas y manos en alto. Por lo que consentí en arrancarme dedo a dedo, con todo el cariño que me fue posible, y dejarlos metiditos en las arruguitas tronqueriles de una palmera, la sangre le daba un toque chic que nunca antes imaginé.
En el bonito elegir del vestuario olvidé el sujetador deportivo y dado que por cada 1,5 kilómetros que recorre una mujer su pecho rebota 135 metros -noticia real- decidí dejarlas descansar sobre las luces intermitentes de un semáforo.
En un corto espacio de tiempo me fueron molestando los auriculares que caían sin compasión, ayuda me dieron a los que pedí que me los grapasen a las orejas o ese picor de ojos que hizo que los dejara tranquilamente descansando sobre una papelera o los brazos a la espalda atar para su movimiento apaciguar. En cambio nada tuve que hacer con la nariz pues de puro golpe atronador fue despachurrada para mi interior, espero no resfriarme nunca.
Sabedora de que no lograría apaciguar mi espíritu antes de perder toda la compostura enterré mi alma en la arena, a pocos centímetros -pues una vez enterré una a diez centímetros y nunca más se supo- no vaya a ser que se produzca arrepentimiento de ésta -yo- y ya no pueda encontrarla.
Vencí en la carrera, más la vuelta a casa fue una odisea, no encontré órgano alguno así que me fui chocando con todo aquello que encontré, en fin... mañana vuelvo por si algo encuentro.

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