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cuando lo estelar se hace acopio de mí.
No nos engañemos, supe de su existencia hace ya algunas estaciones. Y no es que no fuera consciente, no, ni que de una manera absurda y deliberada me lo hiciese ocultar, no. No es que de repente el meteorito cambiara de trayectoria y no me fuese a caer de lleno, no. No fue nada de eso, no.
Ocurre que hace dos estaciones tuve conocimiento de que un meteorito con muy mal carácter se dirigía a mí y me aplastaría. Tras dieciséis intentos vanos por conseguir un leve cambio en su línea descrita de antemano, envié mil doscientas nueve educadas y pertinaces misivas comunicando mi marcha de las coordenadas exactas donde sé que caería. No sirvió de nada, no. Pues mil doscientas diez veces volví; puesto que ese era, desgraciadamente, el único sitio desde donde podía verle, y eso ni el propio meteorito, en su inmensa desfachatez, podría haberlo evitado.
Y por si alguna estúpida duda me quedaba al final cayó, aunque he de reconocer que jamás llegué a imaginar el nivel de aplastamiento que finalmente sufriría, o sí, porque a pesar del peso sideral que sé que me vence, continúo porque, citándome a mí misma, es el único sitio desde donde puedo verle, y eso ni el propio meteorito, en su inmensa crueldad, puede evitarlo.
Nota sin interés de la aplastada: no consigo respirar, ni tampoco que Ico -el buscador- encuentre a Yorda -la borrosa encontrada-.

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