Todo lo que siempre quiso saber sobre las viandas y nunca se atrevió a preguntar.
Ocurre que en cada ocasión en que cocino un plato por primera vez éste se acerca a la perfección para todos los sentidos; de igual manera ocurre que en segundas o terceras cocinadas este plato se acerca a la más pura bazofia. Este hecho que a primera vista puede resultar cuando menos curioso y cuando más una solemne tontería carente de interés, a mí me provoca desasosiego, -pues no nos engañemos, se trata de mis ratos comestibles-.
Lo anteriormente mencionado hizo que tal día como ayer me dirigiera a un restaurante chino -ya que ellos si consiguen los mismos sabores cocinado tras cocinado- a llevarme alimento. Y así lo hice.
Ya en mi hogar, dulce hogar, me dispuse presta al primer bocado al rollito. Pero sucedió que me quedé presta, pues aunque relataré a continuación lo que ocurrió sé que no seré creida -a veces ni por mí misma- aunque eso nunca me ha apartado de contar.
Al primer bocado, como ya decía, de mi rollizo rubio rollito me quedé boquiabierta pues comenzó a sonar una canción de Frank Sinatra y de mi vianda salían contoneadoras bolitas diminutas de carne picada alineándose en la mesa en columnas de nueve y filas de quince. Unos segundos más tarde, y ante mi estupor, tamaño espectáculo continuaba con las estilizadas zanahorias andantes de puntillas colocándose detrás de las insinuantes bolitas de carne. Paralizada y casi a punto de perder la conciencia y la cordura observé como del flaquito, ahora, rollito salían horizontales trozos de lechuga aleteando sus zonas verdes como si formaran parte de una versión vegetariana de El Lago de los Cisnes.
Me esquiné aún más contra el sofá y abrí lo más posible mis dos ojos dos pues todos los allí presentes -salvo yo- bailaban en una danza demoniaca un I´ve got you under my skin en versión de The Doors. Ocupaban la totalidad de la extensión de la mesa, ante lo cual no cabe más que una reverencia pues poseían, las condenadas, la posesión escénica y no había rincón donde no posaran sus carnes contoneadoras o las zanahorias con sus pasitos de claqué o las lechugas danzantes sus alas aletear.
Pero como todo en la vida, llegó su final trágico. La primera vedette -lo supe porque enseñaba más carne que las demás- cayó oronda perdiendo el paso del baile, miró hacia atrás y descubrió la risita malvadita de una carne paliducha y con una mala hostia de órdago se dirigió a ella y la abofeteó, a todo esto que el novio zanahoria de la bolita rompió filas y corrió a separarlas -dándole pellizcos enanos a la paliducha en señal de venganza- entonces una lechuga danzante enamorada en secreto de la que fue pellizcada aleteó a la zanahoria hasta tumbarla, tras este tropel se fueron sumando las demás viandas y todo terminó como el cristo de la aurora.
Yo, un día más tarde, aún estoy inmovilizada totalmente esquinada contra el sofá. Esto está siendo transcrito, dictado por mí, por la única vianda que quedó con vida, una lechuga de profundos ojos azules que escribe como los ángeles -ángeles escribas, claro- y que consigue que el sonido de las teclas asemeje la melodía de I´ve got you under my skin cantado por Harry Connick Jr.
Como pago a su perfecta e impagable labor le he prometido compartir este espacio y que escriba de su aleta y letra algunas poesías, de rima libre, dice. Creo que tiene un cierto parecido a Woody Allen, quien sabe... quizá le tome cariño.
N.A.: no es cierto, creo que soy más parecido a Sean Connery, pero con un ligero toque verde.