sábado, abril 29, 2006 |
diez minutos al día.
Corría el año 2326 e inexplicablemente yo aún estaba viva, hecho que dejó de preocuparme allá por el dos mil cien, más por cansancio emocional que por seguir preguntándome el por qué mi cuerpo no envejece y muero acabando así el lógico ciclo de la vida.
He vivido estos siglos siendo una enciclopedia histórica andante, respondiendo a miles de requerimientos sobre acontecimientos pasados, como curiosidad decir debo que la pregunta que más veces he tenido que responder era si Jean Claude Van Damme o Emilio Aragón eran ciertamente actores o sólo unos hologramas.
La tecnología ha avanzado hasta límites insospechados tres siglos atrás. No existe la enfermedad ni, de hecho, ningún tipo de dolor, ninguno. New Pol inventó una máquina que acaba con cualquier emoción que sea tildada de negativa, como la tristeza, la angustia, el desaliento, el miedo, el desamor, la impaciencia, la pérdida... Lo que en un principio parecía algo positivo pues acababa con pesares y lloros acabó por parecerme una sinrazón terrible. El dolor ha de ir íntimamente ligado a la alegría de cuando éste desaparece como el desesperante muere hasta que llega el esperado. Todo ello, y quizá mi egolatría reciéntemente adquirida, ha hecho que me dedique en cuerpo y alma a explicar a todos aquellos que quieran escucharme la necesidad de sentir, de sentirlo todo; es imprescindible la pena para apreciar la alegría. Suelo situarme a las puertas de estos centros, mal llamados Centros de la Alegría, e intento convencer a todos aquellos que vienen con penas de desamores, llorosos, tristes, abatidos... de que entrar allí es un tremendo error, pues es directamente proporcional el dolor que sienten al júbilo que sintieron, y si acaban con esa proporcionalidad están dejando cojo al universo. Socialmente se me considera algo así como una pseudo guía espiritual sectaria a quien siguen un grupo de adeptos que gustan de lloros y lamentaciones.
Pero no todos las máquinas suplen tristezas ni son absurdas, hay una en particular que me ha permitido a lo largo de todos estos años ser feliz. Lleva décadas siendo un artilugio obsoleto, y aunque sólo permite su uso durante diez minutos al día yo la utilizo absolutamente todos, jamás, jamás perdono. Mi dedicación a mi especie de secta es absoluta, salvo mis diez minutos al día. Consiste en revivir los diez minutos que se prefieran del pasado, y no se trata de un sueño o de realidad virtual sino de transportarse al pasado y volver a vivir, alterno entre él, familia y amigos. Con mi familia suelo revivir cenas de las buenas, de las concurridas. Con mis amigos momentos celestiales de risas y abrazos. Con él revivo besos -los más- y conversaciones largas e incluso de vez en cuando alguna disputa en donde yo no paro de reir, inexplicable para él. Todó está bien.
Lo único a lo que pondría pegas insalvables es a que la moda resucita, ahora toca la de los años ochenta (mil novecientos), terrible. Perdón, se aproximan mis diez minutos, vuelvo con él.